“Es así; es como si en esa vida hubiera dos tipos de
personas. Los que fueron al toque y los que no”. Dijo Pedro apenas le conté
cómo me había ido en Fargo de regreso a casa desde el Aeropuerto de O’Hare.
Ambos ya dábamos por vencidas ese tipo de divisiones. Más de
9 años viviendo en Caracas sumado al tiempo ahora en Chicago nos habían
convertido en gente de ciudad. Sin
embargo, yo sabía de primera mano a qué se refería. Y es que en Margarita, pasé
casi que toda mi adolescencia en un pueblo, en donde casi siempre fui de los
que “no fueron al toque” y por consiguiente nunca tenía mucho de qué hablar en
el recreo del colegio. Recuerdo que con mucho esfuerzo, mi mamá me mandó al
cumpleaños de Daniela Méndez en taxi en segundo grado y también recuerdo que mi
tía me llevó que si al estreno de Atlantis en los cines del Jumbo, pero de
resto, me tocó quedarme viendo Dragon Ball Z en Televén y hacer el esfuerzo
para cuando las conversaciones se movían a “chamo, fuimos a Crobar, porque el primo
del tío de mi hermanastro trabaja allí y nos pasó” yo volverlas a encausar con
un “Qué fino, vale, ¿y no viste capítulo de Pokémon anoche que Ash botó a
Charizard? No entiendo por qué lo hizo. Ash sí es gafo”. Muchas veces bateaba
un hit y en temas como estos o en ayudar a la mitad del salón con la tarea de
física o inglés, yo lograba que la gente se olvidara de la rumba en la terraza
del Omni en Costa Azul o del toque de Deep Seven por La Arboleda. O a veces, me
iba de foul o incluso me ponchaban diciéndome
que los episodios de La Liga Naranja eran viejos y me lanzaban sendos spoilers de la liga Johto, capítulos que
no llegaron a Televén, sino como en tercer lapso.
Pero así como Ash se despidió de Charizard porque era lo
mejor para ambos, yo me despedí del pueblo. Así fue como la relación mejoró con
todo el mundo. Ya nadie hacía bullying porque no tener cable o porque no ir al
estreno de Harry Potter, y por fin se logra cuadrar con una gente más o menos
que se parece a uno. Un ejemplo claro de esto, lo tengo con uno de mis mejores
amigos, Gabriel, el pana prácticamente me la tenía montada en Paraguachí cuando
éramos unos carajitos porque yo era un malo en el Dota y el no sabía jugar en
equipo, sino darle palante y machacar y, pana, cuando uno es malo con el mouse,
estás jodido en Dota. Y ahorita somos tan panas que a veces Leyla, su novia, me
escribe estando yo en Chicago para preguntarme si sé dónde está.
Muchas de las veces que regresé a Margarita, me sentía en el
mejor sitio del mundo. Era un sitio que ya dominaba porque estaba despejado de
todo prejuicio, un sitio que me acogía con una gente súper amable, cálida y
súper cercana a la definición que era yo mismo, porque a fin de cuentas aunque
no hubiera habido cosas tan in en la
adolescencia, uno también las inventaba y “los que no fuimos al toque” nos
quedábamos bebiendo en casa, jugando la botellita con las hijas de Manuel el
venderepuestos que ya empezaban a usar sostén y modess, hacíamos maratones de Mario Kart, o nos íbamos adonde Oney
a matar la de rol para joder a Richard porque el dungeonmaster se daba cuenta de que hacía trampa o para fastidiar a
Andrés cojeperra que nunca sacaba más
de un cinco en el dado de 20, matábamos una de Carnaval por casa de Diana y
Mico y cuando se acababan las bombitas de agua y nuestros papás no nos daban
más moneditas para irlas a comprar ele Josinés, terminábamos cayéndonos a
toronjazos y dejábamos a Doña Yiya y a la abuela de Allan, sin su porción de
vitamina C de la semana.
En Fargo, así como en Margarita no hay nada. Pero a la vez
lo hay todo. Es un pueblo con una población alegre y triste a la vez. En su
funcionamiento es como una suerte de Ciudad Bolívar dolarizada, pero con el
asunto de las estaciones. Hay un par de cuadras en el centro de la ciudad donde
la mayor parte de los jóvenes acaban los trapos (o hacen hammer como dicen en su rico slang del midwest). Y no hay de verdad
más nada, porque cuando uno ya viene acostumbrado a la vida de la ciudad tener
una sola cuadra para pasar el rato no es suficiente, pero a su vez es un pueblo
donde lo hay todo. Allí existe esa creatividad intangible de los pueblos para
hacer actividades que hubieran sido difíciles de pensar en una ciudad; como por
ejemplo El Festival de las Hamacas de Fargo. En donde la gente se va a un
parque, monta una parrilla y se echa en su hamaca a ver cómo las hojas del
otoño se desprenden de los árboles y terminan en el piso haciendo una capa de
colores increíbles. No he visto un otoño mejor en mi vida que el de Fargo (Y
esto es una comparación con el de Chicago, porque realmente es el otro único en
donde he estado). Y es que no sólo hay diversos tonos naranja en las hojas, los
hay marrones, rojos y hasta fosforescentes.
Calle Broadway, la única donde se va a beber |
La gente es como en Margarita, como en Ciudad Bolívar, como en
El Tigre. Están los que “van a los toques” que sólo te van a hablar del
concierto de Taylor Swift que vino en estos días o están “los que no van” y te
sumergen en Festivales de Hamacas, tardes de slackline bajo las matas botando las hojas, rumbas caseras en donde
la policía te toca la puerta para que le bajes catorce al volumen, caimaneras
de fútbol americano en el parque para que aprendas a pasar el balón “y ya seas
gringo”. En Fargo también aprendí a bailar swing y country, mientras di un poco
de feedback meneando el güeregüere con
mi merengue o mis paupérrimos pasos de salsa. Pero más allá de eso, está esa
atmósfera de misticismo en donde de no ser porque el realismo mágico sólo tiene
sentido en español, las historias que contamos en frente del bonfire con marshmallows fueran dignas de una novela.
Fargo me recibió de la misma manera que me hubiera recibido
Margarita, me abrumó con lo increíble de su otoño y me hizo soñar con la
amabilidad de su gente. Me hizo
encontrarme a mi mismo cada día que pasó ahí. Me hizo sentirme adoptado por una
nueva familia que a pesar de ser extraña da todo de sí desde el primer día.
Fui a Fargo sin grandes expectativas a visitar a un amigo
por su cumpleaños y la ceremonia de su naturalización y terminé quechando grandes experiencias.