Cuando
me caí para escoñetarme las costillas fue arrechísimo y doloroso. Lo primero
que hice fue voltearme bocarriba. Había caído de frente esplatanado como si
fuera a zambullirme en el concreto. Las manos no llegaron a tiempo para absorber
el golpe y los raspones. Mi pecho rebotó con el piso como si fuera un balón de
baloncesto. Al voltearme, el dolor llegó después de la primera inhalación.
Sentía que no tenía aire y que no podía llenar mis pulmones. Una sensación de
apretujamiento recorría todo mi pecho y el dolor impedía que pudiera gritar o
apenas emitir un sonido. Mis piernas las tenía arriba; sentía la necesidad de
subirlas. Capaz quería inconscientemente que la sangre se me fuera al pecho a
ver si se me escurría por algún lado. Me revisé con la mirada y sólo encontré
un raspón en el codo izquierdo. De frente venía un carro. Antes de la caída vi
que venía rápido, a toda velocidad, pero cuando me caí la redujo. Me pasó al
lado, lento como un barco que zarpa y cuyos tripulantes se despiden de quienes
siguen en el puerto. Los carajitos que iban en el asiento de atrás casi sacaron
la mano para saludarme. El chofer y la copitolo sacaron sus cabezas a ver si
había muerto o si me había roto algo interesante. Me miraron como miran las
doñas del pueblo a todos los que van pasando frente a su casa. Como el espectáculo
no fue suficiente, siguieron sin detenerse: sin decir nada insatisfechos de mi
cuerpo retorcido.
En
los años 80 mi papá era el mejor corredor de seguros de Venezuela. Tanto así
que le dieron una placa. Recuerdo una vez, muchos años después, que me asomé en
su cuarto y vi un cuadro grande en el que se podía ver su nombre repetidas
veces después de cada año y al lado “GANADOR”. Sí, mi papá fue el campeón de
los seguros. Prácticamente no había más nadie en Margarita, cuya póliza no
viniera bendita de antemano. Tanto así que en Porlamar era una leyenda entre
los comerciantes. Decían que si te asegurabas con Lárez, nunca le iba a pasar
nada a tu negocio, ni un terremoto iba a generar pérdidas involuntarias en tu
mercancía. En Tierra Firme se corría el rumor sobre mi padre. Los mejores
corredores de Caracas no entendían cómo alguien podía vender tanto en una isla
que no pasaba las cuatrocientas mil personas. A mi papá lo llamaban para hacer
pólizas en Carúpano, en Cumaná, en Caripito, Caripe, Güiria, Puerto La Cruz,
Barcelona, Guanta, Píritu y hasta en El Tigre fue una vez a asegurar a un turco
o árabe de esos de Juan Griego cuya amante vivía en aquel pueblo. Así de grande
era la fama de mi padre, y sin embargo, como dice el dicho “en casa de herrero,
cuchillo de palo” la primera vez que tuve seguro fue a los 25 años cuando pude
ahorrar para pagármelo yo mismo.
Tengo
la dicha de gozar de buena salud. Casi nunca he tenido que ir a una clínica a
revisarme algo, ni tampoco he pasado nunca la noche en un hospital en toda mi
vida. Así que era de esos que piensan que pagar un seguro médico es una de esas
cosas innecesarias en las que a esa gente que es súper precavida, estresada por
el universo y planificada le gusta desperdiciar su tiempo (y dinero).
A
pesar de mi buena salud, cuando era chamo fui al ambulatorio de Salamanca
varias veces por asma. Recuerdo que eso se me curó solo con el tiempo. Mi mamá
siempre dice que las enfermedades son un peo emocional y el asma me dio en
plena pubertad. Siempre lo relacioné con eso. Apenas ya tuve pelo en el pecho y
en las bolas empecé a respirar bien y el asma así como mis idas al médico
desaparecieron pa-ra-siem-pre.
La
vaina de pagar el seguro fue idea de mi flatmate en Caracas: que hay que ser
precavido, que uno nunca sabe, que mejor invertir esa platica y no tener que
lamentar, que párale bolas, que tú no eres un súper héroe, que, marico, no
te cuesta nada. Y tanto me dio que al año de estar viviendo con ella le hice
caso y lo pagué. Al mes de eso, había una ambulancia frente a mi casa en
Margarita, y volteado bocabajo estaba pegando gritos de dolor.
Un
par de días antes, mi hermana y yo estábamos en el Sambil babeados frente a
unos patines en línea. Casualmente quedaban dos y justo de nuestras tallas. Lo
vimos como una conspiración divina: nada podía ser tanta casualidad en esta
vida. En la noche, cuando llegamos a casa hicimos los mil planes de cómo íbamos
a usarlos. “Listo, hermana, mañana nos vamos a la playa en patines. Esos nos
los ponemos, les damos chola y ya, palante”. Yo me imaginaba patinando tipo
tranquilo. Imaginaba que todo el rollo de patinar era algo similar a darle en
bicicleta pero más fácil. “¿Quién no se sabe parar en ocho ruedas y darle
palante?” Eso era todo. Un par de amigas me habían invitado hace unos meses a
patinar en Los Próceres y en La Cota Mil diciéndome que por allá alquilaban los
patines y alegaban no tener mucha experiencia en el asunto. Basado en aquello
compré mis patines en línea a precio viejo en El Sambil.
A la
mañana siguiente, me desperté como si fuera a abrir los regalos de San Nicolás.
Mi hermana llevaba dos horas patinando en la sala de la casa y ya se había dado
una caída leve. “Te quiero ver poniéndote los patines”, dijo toda burlona.
La
última vez que había patinado había sido probablemente hace unos 15 ó 16 años.
En aquellos días las calles de Paraguachí estaban más pulidas que ahora y uno
salía a estrenarse severendo regalo el 25 de diciembre junto a los vecinos
quienes también habían recibido aquel trofeo para los pies. De aquel 25 de
diciembre en adelante me había quedado en la memoria que yo sabía patinar y que
probablemente me había caído con alguno que otro raspón más o menos suave.
Antes
de salir a la playa con mi hermana, practiqué varias veces en el garaje de mi casa
y en la sala. No me iba tan bien como parecía, sin embargo quise arriesgarme. Ellla
dijo que le parecía más sabio que saliéramos sin patines y que cuando viéramos
una calle más pulcra que la de nosotros en Paraguachí nos los pusiéramos.
Caminamos
hasta El Cardón y a la altura de Fritín me puse los patines. Mi hermana se
quedó atrás con mi mamá y mi padrastro viendo. Ella se los iba a poner después.
Arranqué confiado. La calle era muchísimo más suave que la que estaba en
Paraguachí. Se patinaba bien y suave. Aumenté la velocidad. Me sentía como si
volara. Era una sensación increíble. Sentía cómo los patines me deslizaban con
rapidez y cómo la adrenalina me subía por la espalda, el cuello y hasta la
cabeza. Le di más duro. Mi mamá decía desde atrás “¡hijo, sí que sabes
patinar!”. Yo quería lucirme, así que le di más y más duro hasta que vi a lo
lejos un carro que venía de frente a toda la velocidad. Quise frenar y no supe.
Levanté el pie derecho para apretar contra el piso el taloncito que trae de
freno el patín y no funcionó. Traté de manejar de forma curva para frenar y
tampoco funcionó. El carro se acercaba de frente a gran velocidad. Me
desesperé. No quería que me chocaran en mis primeros segundos sobre mis nuevos
patines. Intenté agarrame de algo en el aire como si los alambres para guindar
la ropa de mi garaje estuvieran disponibles en todas las partes del mundo
mientras yo patinaba. No había nada. Después intenté frenar con las ruedas,
metiéndolas de golpe para impedir que siguieran girando y me fui de boca.
A
los quince minutos me levanté. Mi mamá me preguntó que si me iba a quitar los
patines o que si le iba a seguir dando. El dolor se había ido casi por
completo. Pensé que no había pasado nada, que se me había salido el aire de los
pulmones y ya. Así que me quedé con los patines y llegué a Playa Puerto Abajo
con ellos. De regreso a Paraguachí sí le di a pie. Soy de esas personas que
después de que tocas la arena de la playa les cuesta volver a su estado natural
si no han pasado por la ducha.
A la
mañana siguiente, el dolorcito que tenía en el pecho se hizo más fuerte. Tomé
un Ibuprofeno con relajante muscular por recomendación de mi mamá. “Ese debe
ser el golpe, hijo, no fue poca cosa”. A las ocho horas volvió el dolor y
continué con las mismas pastillas. Al otro día pasó lo mismo, pero con un dolor
más fuerte aún. Le conté a mi mamá y se asustó toda, llamé a mi flatmate en
Caracas y me preguntó que cómo se sentía. Le dije que me dolía cuando respiraba
y cuando me movía, de resto era como si algo allí me latiera. “Tienes las
costillas fracturadas”, me dijo. Me explicó que no es algo que se sienta y que
las costillas no es una cosa que me pudieran enyesar, que me tocaba un reposo
parejo y fastidioso. “Llama a tu seguro”. Y tuve que darle las gracias.
Me
mandaron una ambulancia para la casa cuando ya estaba agonizando de dolor.
“Voltéate chamo”, dijo la enfermera que entró a mi cuarto cuchicheando con otro
enfermero. Me agarró una nalga sin manoseármela y me pasó antiinflamatorio y
analgésico. Desde los 8 ó 10 años no me inyectaban en las nalgas. No recordaba
lo doloroso que era. Casi que dejé de sentir dolor en el pecho y sólo podía
pensar en el dolor en las nalgas. Cuando pude incorporarme y me volteé vi al
enfermero que acompañaba a la que me había inyectado. Su cara se me hacía
familiar. Él, cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, agachó la cara y
quiso apurar el paso. Llamé a mi mamá. Pensé que quizá se estaba robando algo. “En
estos tiempos en Venezuela, hay que tener cuidado de hasta los enfermeros que
llegan por el seguro”, pensé. (Después pensé que qué bolas mi pensamiento, si
yo jamás había tenido seguro, cómo iba a saber cómo eran estos carajos). Cuando
llegó mi mamá, el tipo no se puso más nervioso, más bien se puso a hablar con
ella para evitarme.
“Entonces,
no me robó nada del cuarto”, pensé.
Para
salir de dudas, abrí mi boca y tratando de olvidar el dolor en las nalgas le
dije: −¿Pana,
yo a ti te conozco de algún lado, verdad?−. El enfermero soltó a mi mamá y
asintió avergonzado. La enfermera lo vio y se tapó la boca para no reírse.
2 comentarios:
Ay Moises jejeje! Que buena historia :D Mejorate! un abrazo desde Canada
Moisés, qué manera de estrenar tus patines! Excelente anécdota y menos mal que la asesora siempre es tan acertada. Mejórate pronto.
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